Puentes

 

José Arregi

11 de enero de 2016

 

Ayer, domingo 24 de enero, en el marco de San Sebastián 1016 Capital Europea de la Cultura, recorrimos los 5 últimos puentes del río Urumea, desde Amara hasta el Kursaal, leyendo tres textos en cada puente. Éste que sigue es uno de ellos.

 

Rabí Eisik, hijo de Hekel, de Cracovia, después de años de miseria sin perder la confianza, recibió en sueños la orden de ir a Praga para buscar un tesoro oculto debajo del puente que conduce al palacio real. Cuando el sueño se repitió por tercera vez, Eisik se puso en camino, a pie. Y llegó a Praga.

 

Pero el puente estaba vigilado día y noche por soldados y no tenía coraje para ponerse a cavar en el lugar indicado. Pasaba los días dando vueltas por el lugar. Por fin, un guardia se acercó amablemente y le preguntó si había perdido algo o si esperaba a alguien. Eisik le contó el sueño que lo había llevado hasta allí desde su lejano país. El capitán se echó a reír: “¿Y tú, ingenuo, crees a esos sueños hasta el punto de venirte caminando hasta aquí? ¡Estás loco! También yo he tenido un sueño, y de creerlo, tendría que irme hasta Cracovia, a la casa de un judío, un cierto Eisik, hijo de Hekel, para buscar un tesoro bajo la estufa. ¡Qué idiotez!”. Y se rio a carcajadas.

Eisik lo saludó, volvió a su casa y debajo de la estufa desenterró el tesoro.

Es nuestra historia. Hoy recorremos juntos los puentes de nuestra ciudad, en busca de un tesoro, un tesoro que no puedes encontrar en ningún lugar del mundo, pero lo puedes encontrar en cualquier lugar, si sales de ti.

 

Sobre este puente te saludo a ti, Hajar; y a ti, Joseba; y a ti, cualquiera que seas, conocido o desconocido. Te saludo a ti, puente, y a todos los puentes del mundo: gracias a vosotros llegamos a la otra orilla en cualquier parte, salvando obstáculos y peligros. Honro a todos los constructores de puentes y pasadores de fronteras: gracias a vosotros pasamos de lo nuestro a lo otro, de lo conocido a los desconocido, por encima de credos, miedos y tabúes. Por encima de todos los abismos. Más allá de todas las fronteras.

 

Es lo propio del puente: vence fronteras. Une dos márgenes separados por la naturaleza, la cultura, la religión o el partido. Por eso, no es extraño que, en muchas culturas, los puentes hayan sido considerados hechura del Diablo, ya que permite acceder al otro lado prohibido por la naturaleza o por “dios”. Así hallamos, en Europa y en América, docenas de puentes que se llaman “Puentes del Diablo”.

 

Pero ¿qué es el Diablo? ¿Y qué es Dios? Es posible que, mientras vamos atravesando el puente, se truequen el nombre y los atributos, que “Dios” se convierta en Diablo y el “Diablo” tal vez se convierta en Dios. Llamo Dios al Aliento vital que desata ataduras y abre fronteras, y, como la Vida, no está ligado a la religión.

 

Llamo Diablo a todo lo que nos ata y asfixia en nuestras barreras, a menudo enmascaradas de “Dios” en forma de creencias y leyes inamovibles. Llamo Dios a la Presencia buena que, en medio de tantas heridas e infiernos, protege la Vida o nos hace protectores de la Vida. Llamo Dios al Arco-Iris, al puente de la Vida de todos los colores. Llamo Dios a la Creatividad universal que nos mueve a buscar nuestro tesoro interior en la otra orilla, en el otro, más allá de todos los dogmas, religiones y negaciones de religión.


Hoy estamos sobre este puente, o lo atravesamos más bien, pues el puente no está hecho para quedarse en él. Recorremos puentes.

 

Por ejemplo, yo soy cristiano, tú eres musulmana, tú budista, tú agnóstico, tú ateo… Pero todo eso son nombres y fronteras que nos vuelven extranjeros los unos para los otros. Tú no eres extranjero para mí. Yo no soy extranjero para ti. Somos ante todo caminantes, buscadores. Llevamos un tesoro dentro, pero solamente podemos hallarlo acercándonos al otro. El puente de un país lejano se nos convierte en camino de regreso al hogar. Vamos más allá de lo que sabemos, poseemos y ya somos, eternos peregrinos puente a través, en búsqueda de nuestro ser pleno. Estamos hechos para ser más.

 

Queremos colmarnos y curarnos los unos a los otros, edificando puentes de palabras y voluntades. ¿Cómo lograremos de otro modo construir un mundo sin excomulgados ni tantos refugiados abandonados a su desdicha? 

 

 

Bondad

 

 

José Arregi

11 de enero de 2016

 

Así, sin artículo ni preposición ni adjetivo. Todos entendemos lo que quiere decir ‘bondad’: una ‘persona buena’, una actitud, una acción, una palabra ‘buena’ (muy diferente de las ‘buenas palabras’, que son mentira). No hace falta definir el término, pues las definiciones abstraen y estrechan; la bondad es concreta y espaciosa.

 

La bondad ensancha. La humildad, la ternura, la compasión, la tolerancia, la confianza dilatan el alma, brindan al prójimo amplitud y respiro, abren en él las fuentes del bien, lo hacen libre para lo mejor de sí. La enemistad, el rencor, la venganza, la insensibilidad, la soberbia nos encierran y ahogan, asfixian en el prójimo el aliento vital, el bienestar indispensable para ser bueno. En eso consiste la espiritualidad, con religión o sin religión. La bondad no equivale a conformidad con cánones y leyes; éstas solo valen si ayudan a ser buenos. No hacen falta dogmas ni leyes religiosas para ser buenos. Al contrario, el valor de una religión se mide por su capacidad de crear bondad, una bondad feliz.

 

Apelar a la bondad en un mundo tan ingobernable y desgobernado puede ser irresponsable o cursi. “Buenismo estúpido y vacío”, dirá alguien. Puede ser. El buenismo es la mentira o el desmentido de la bondad. Pero cuidémonos mucho de advertir contra el buenismo para justificar nuestras pequeñas mezquindades, para defendernos de la bondad creativa y creadora, subversiva. ¿Qué mundo global nuevo podemos construir sin esa bondad como base inspiradora? No lograremos vencer el mal con el mal, aumentando penas, ahogando libertades, cerrando fronteras a los refugiados y abriéndoselas a los flujos financieros, endureciendo el control sobre las personas y aliviándolo sobre el capital, ni disparando haces ardiente de microondas con cañones invisibles a gran distancia para disolver manifestaciones (última novedad americana)… No lo lograremos con nada mientras no nos mueva la bondad.

 

Vasili Grossman, escritor ruso de origen judío, testigo cercano y relator de tantos horrores, escribió: “Yo no creo en el bien, yo creo en la bondad. Es la bondad de un hombre para con otro hombre, una bondad sin testigos, pequeña, sin grandes teorías. La bondad insensata podríamos llamarla. La bondad de los hombres más allá del bien religioso y social”. Dice ‘bondad insensata’, pero quiere decir: bondad más allá de esa sensatez que habitualmente identificamos con el cálculo del propio interés inmediato. No se trata del ‘bien” en abstracto, sino de la bondad en acto: la bondad de la mirada, la bondad del gesto, la bondad del samaritano, la bondad de la fe en el ‘malo’.

 

¿Bondad insensata? ¿Existe acaso algo más sensato que esa bondad, algo más transformador de este mundo turbulento, de sus estructuras inicuas y asesinas? La bondad ha de ser inteligente: “Sed astutos como las serpientes y sencillos como las palomas”, dijo Jesús. Pero solo la bondad dispuesta a perder por un bien común mayor puede ser inteligente o sabia. Emplear la inteligencia para dañar es lo más insensato.

 

En su visita a Cuba, ante Raúl Castro, el papa Francisco reivindicó una “revolución de la misericordia”. Al día siguiente, el editorial de un periódico calificaba estas palabras como “expresión probablemente importante en lo teológico, pero absolutamente inane en política”. ¿Puede ser teológico si no es político? ¿Puede haber auténtica política sin misericordia? ¿No será la bondad lo más razonable también en política? Cuando Jesús hablaba de bondad o de misericordia, no hablaba de algo importante en lo teológico e inane en lo político; hablaba de una revolución política. Y ésta exige estrategias y plazos, de acuerdo, pero la primera condición es la bondad. Revolución y misericordia son inseparables.

 

Y no lo olvides, solo serás bueno si no ambicionas nada, ni siquiera ser bueno. La bondad no pretende nada. “Obra sin actuar”, diría el Dao De Jing. Sé y obra como el agua, que busca el lugar más bajo. Debes planificar y proyectar objetivos concretos, pero sin aferrarte a la consecución del fruto proyectado. Quien ambiciona metas y logros se encadena, reprime su auténtica libertad, impide que aflore y se realice su ser verdadero, que no es sino la bondad. Solo la bondad sin pretensiones es efectiva, eficiente.

 

Por eso mismo, la bondad tampoco aspira a ser perfecta. Es inconformista, pero no radical. La radicalidad es apego al yo superficial. La persona buena no necesita ser un héroe, ni poseer un carácter optimista y bondadoso, ni luchar contra todas las injusticias ni resolver todos los problemas ni salvar a todas las personas. “Quien salva a una sola persona, salva a toda la humanidad”, dice la sabiduría del Talmud judío. La persona misericordiosa para con un gusano es misericordiosa para con todo el mundo. Haz lo que puedas, sin mirar al logro, y serás libre y feliz, serás bueno.

 

Amiga, amigo, te deseo de todo corazón un feliz año bueno.

 

 

Un niño en brazos

 

José Arregi

29 de dic. 2015

 

Este año pusimos un Nacimiento especial, sobre un lecho de hojas granates y amarillas, de arce y de ginkgo. Es especial como el motivo por el que una comunidad de cristianos y cristianas amigas de Pamplona nos lo regaló hace unos meses. Y es especial por la hechura: una única pieza de escayola policromada, llena de movimiento y dulzura, donde José levanta en sus brazos a Jesús, estrechándolo tiernamente contra su mejilla; María posa las manos y reclina suavemente la cabeza sobre el hombro de José, el hombre bueno. Unas ovejas recuestan su cabeza sobre otras y se hacen carantoñas, mientras otra, más grande y muy negra, acerca atentamente su cabeza hacia el centro del Misterio. Un aire de bondad lo envuelve todo.

 

La Navidad es esa ternura que ilumina la historia humana, el cosmos sin medida del que somos parte. Es la confesión de que la bondad engendra y sostiene la vida. Es la fe en que todo está eternamente movido por un latido profundo, creador, más grande y poderoso que el universo, más tierno y pequeño que el corazón de un recién nacido. Es la promesa de que el bien prevalecerá. Y es el compromiso por hacer que así sea. Cada villancico navideño, cada figura de nuestros nacimientos te lo anuncia, como el ángel a María y a José: “No temas. Eres lleno, llena de gracia. La gracia es más fuerte que todos los daños, que todas tus contradicciones”. ¿Exagera la Navidad? De nosotros depende.

 

Es el sueño más antiguo de la humanidad, y nada lo plasma mejor que la imagen de una madre con su hijo/a en brazos, una imagen presente en todas las culturas desde hace muchos milenios. La hallamos, por ejemplo, en la cultura neolítica Vincha a lo largo del Danubio de hace 5.000 años. En la misma época, conocemos sellos sumerios de la Diosa Madre Innana o Isthar con el niño en el regazo, e imágenes babilonias de Semiramis, madre virgen, con su hijo Tamuz en brazos. En el museo Vaticano se ve la escultura romana de la Diosa Madre Isis con su hijo Horus, del año 600 antes de Jesús.

 

No es extraño que los cristianos, desde muy pronto, representaran a María con el Niño. Uno de los primeros ejemplos lo tenemos en las Catacumbas de Pristila de Roma, del s. II: María está sentada con Jesús mamando en su pecho, mientras un tercer personaje señala una estrella. Es el icono de la Vida, del cielo en la tierra, de Dios en la carne. La ternura sostiene, nutre, cuida la vida. La bondad hace que Dios nazca y crezca en la tierra. No una bondad pasiva y sumisa, pues no es bondad; tampoco una bondad perfecta, pues no existe. La bondad concreta y siempre inacabada, activa y subversiva.

 

La Navidad es la fe en el poder de esa bondad. Es una invitación gozosa y amable a asentir a la vida, a dejarse llevar por este aliento vital poderoso y bueno que todo lo mueve, que palpita eternamente en todo cuanto es, desde las partículas de las partículas atómicas hasta las galaxias sin número ni medida. ¿De dónde nace ese aliento vital? No nace de la nada. ¿Acaso es fruto de un puro azar frío y ciego? ¿Existe acaso el “puro azar”, el azar absoluto? Claro que el azar interviene en el origen y en el desarrollo de la vida, de cada uno de nosotros, pobres y preciosos vivientes. Pero decir “azar” es una forma de decir que ignoramos el por qué. Por lo demás, tampoco el llamado azar se produce de la nada, sino que acontece en un universo infinitamente complejo, abierto, relacionado. También el azar, como todo cuanto es, tiene lugar “en Dios”, es decir, en el latido vital encarnado en todos los seres del mundo. El azar tiene lugar en un universo animado por el amor de la vida.

 

Nadie conoce todas las causas que explican su propio nacimiento, el nacimiento de la vida o del universo. Y la Navidad no explica por qué la realidad es como es, con todas sus muertes y dramas. Pero la Navidad proclama que, a pesar de todo, siempre podemos decir: “Todo está bien”. Es decir: “Todo puede llegar a estar bien”. La Navidad nos dice: “Ama la vida y acógelo todo como es, para que llegue a estar bien”. Cuando alguien abraza a su hijo, a su hija, o lo sostiene en sus brazos, sabe que la ternura, el cariño, el cuidado existen. Anhela que existan, y se siente llamado a hacer que así sea, para que la vida nacida de sus entrañas viva y crezca y sea feliz. En sus manos está, como el hijo o la hija que alza en brazos. “Hágase”.

 

Creo en la Navidad y quiero hacerla. Creo en la bondad. Creo en Jesús que, aun sin ser perfecto, pasó la vida haciendo el bien. Hágase también en mí. Será poca cosa lo que podemos hacer, pero hagámoslo, y crecerá sin fin.

 

Un niño en brazos

 

 

 

 

 

José Arregi

 

29 de dic. 2015

 

 

 

Este año pusimos un Nacimiento especial, sobre un lecho de hojas granates y amarillas, de arce y de ginkgo. Es especial como el motivo por el que una comunidad de cristianos y cristianas amigas de Pamplona nos lo regaló hace unos meses. Y es especial por la hechura: una única pieza de escayola policromada, llena de movimiento y dulzura, donde José levanta en sus brazos a Jesús, estrechándolo tiernamente contra su mejilla; María posa las manos y reclina suavemente la cabeza sobre el hombro de José, el hombre bueno. Unas ovejas recuestan su cabeza sobre otras y se hacen carantoñas, mientras otra, más grande y muy negra, acerca atentamente su cabeza hacia el centro del Misterio. Un aire de bondad lo envuelve todo.

 

 

 

La Navidad es esa ternura que ilumina la historia humana, el cosmos sin medida del que somos parte. Es la confesión de que la bondad engendra y sostiene la vida. Es la fe en que todo está eternamente movido por un latido profundo, creador, más grande y poderoso que el universo, más tierno y pequeño que el corazón de un recién nacido. Es la promesa de que el bien prevalecerá. Y es el compromiso por hacer que así sea. Cada villancico navideño, cada figura de nuestros nacimientos te lo anuncia, como el ángel a María y a José: “No temas. Eres lleno, llena de gracia. La gracia es más fuerte que todos los daños, que todas tus contradicciones”. ¿Exagera la Navidad? De nosotros depende.

 

 

 

Es el sueño más antiguo de la humanidad, y nada lo plasma mejor que la imagen de una madre con su hijo/a en brazos, una imagen presente en todas las culturas desde hace muchos milenios. La hallamos, por ejemplo, en la cultura neolítica Vincha a lo largo del Danubio de hace 5.000 años. En la misma época, conocemos sellos sumerios de la Diosa Madre Innana o Isthar con el niño en el regazo, e imágenes babilonias de Semiramis, madre virgen, con su hijo Tamuz en brazos. En el museo Vaticano se ve la escultura romana de la Diosa Madre Isis con su hijo Horus, del año 600 antes de Jesús.

 

 

 

No es extraño que los cristianos, desde muy pronto, representaran a María con el Niño. Uno de los primeros ejemplos lo tenemos en las Catacumbas de Pristila de Roma, del s. II: María está sentada con Jesús mamando en su pecho, mientras un tercer personaje señala una estrella. Es el icono de la Vida, del cielo en la tierra, de Dios en la carne. La ternura sostiene, nutre, cuida la vida. La bondad hace que Dios nazca y crezca en la tierra. No una bondad pasiva y sumisa, pues no es bondad; tampoco una bondad perfecta, pues no existe. La bondad concreta y siempre inacabada, activa y subversiva.

 

 

 

La Navidad es la fe en el poder de esa bondad. Es una invitación gozosa y amable a asentir a la vida, a dejarse llevar por este aliento vital poderoso y bueno que todo lo mueve, que palpita eternamente en todo cuanto es, desde las partículas de las partículas atómicas hasta las galaxias sin número ni medida. ¿De dónde nace ese aliento vital? No nace de la nada. ¿Acaso es fruto de un puro azar frío y ciego? ¿Existe acaso el “puro azar”, el azar absoluto? Claro que el azar interviene en el origen y en el desarrollo de la vida, de cada uno de nosotros, pobres y preciosos vivientes. Pero decir “azar” es una forma de decir que ignoramos el por qué. Por lo demás, tampoco el llamado azar se produce de la nada, sino que acontece en un universo infinitamente complejo, abierto, relacionado. También el azar, como todo cuanto es, tiene lugar “en Dios”, es decir, en el latido vital encarnado en todos los seres del mundo. El azar tiene lugar en un universo animado por el amor de la vida.

 

 

 

Nadie conoce todas las causas que explican su propio nacimiento, el nacimiento de la vida o del universo. Y la Navidad no explica por qué la realidad es como es, con todas sus muertes y dramas. Pero la Navidad proclama que, a pesar de todo, siempre podemos decir: “Todo está bien”. Es decir: “Todo puede llegar a estar bien”. La Navidad nos dice: “Ama la vida y acógelo todo como es, para que llegue a estar bien”. Cuando alguien abraza a su hijo, a su hija, o lo sostiene en sus brazos, sabe que la ternura, el cariño, el cuidado existen. Anhela que existan, y se siente llamado a hacer que así sea, para que la vida nacida de sus entrañas viva y crezca y sea feliz. En sus manos está, como el hijo o la hija que alza en brazos. “Hágase”.

 

 

 

Creo en la Navidad y quiero hacerla. Creo en la bondad. Creo en Jesús que, aun sin ser perfecto, pasó la vida haciendo el bien. Hágase también en mí. Será poca cosa lo que podemos hacer, pero hagámoslo, y crecerá sin fin.

 

 

 

El jubileo de la misericordia

 

Jose Arregi

16 de diciembre de 2015

 

El pasado día 8, fiesta de la Inmaculada Concepción, inauguró el papa Francisco el año jubilar abriendo las puertas de San Juan de Letrán, la catedral del papa en cuanto obispo de Roma. Lo ha llamado ‘el jubileo de la misericordia’, y la Bula convocatoria se titula El rostro de la misericordia en referencia a Jesús de Nazaret.

 

Misericordia. Es la primera, la última, la única verdad de la Iglesia, de todas sus doctrinas, cánones y ritos. Es el criterio de juicio de todas las religiones. Y, ¿por qué no decirlo?, también de la política o la gestión de la vida pública con todas sus instituciones, partidos, programas y cumbres climáticas.

 

¡Ay de la política sin entrañas, sin alma, sin misericordia! La misericordia es la luz y la llave de nuestra vida tan preciosa y frágil, de nuestro pequeño planeta tan vulnerable, del universo inmenso e interrelacionado del que formamos parte. El eje del mundo.

 

¿Pero qué significa ‘misericordia’? Hay que preguntarse, pues el lenguaje religioso –¿como todo lenguaje?– es una interminable sucesión de equívocos, y es preciso abrir cada vez de nuevo las palabras antiguas para que sigan iluminando la mente y moviendo el corazón a la bondad, para que vuelvan a decir lo que dijeron en su origen, o tal vez quisieron pero nunca lograron decir. Es preciso limpiar las imágenes viejas deslucidas para que vuelvan a reflejar la gloria de la vida.

 

‘Misericordia’, según su etimología, significa entraña, corazón, ternura para con el desdichado. Por eso es uno de los nombres más bellos de Dios, que es como decir corazón de la Vida y de todo cuanto es. Pero las páginas de la bula papal –magníficas, por cierto, inspiradas, llenas de calor y de fuerza– son a la vez clara muestra del equívoco de nuestro lenguaje religioso: en los 25 números de la Bula, el término ‘pecado’ se repite 25 veces y 11 veces el término ‘pecador’.

 

Se podría pensar que la misericordia de Dios se entiende sobre todo como perdón de los pecados, y el pecado como infracción de la ley divina o como ofensa de Dios. Las palabras se vuelven sombrías. La imagen de un ‘Dios que perdona’ es la otra cara del ‘Dios que castiga’, y ambas son igualmente indignas del misterio divino de la misericordia.

 

“Dios no puede perdonar”, escribió la mística Juliana de Norwich en el s. XIV, porque Dios es solo Amor, Bondad, Ternura, y nunca puede ofenderse ni castigar ni, por ello, tampoco perdonar como nosotros lo hacemos o en el sentido habitual que damos a la palabra ‘perdón’: absolución de un delito, culpa u ofensa.

 

El equívoco se agrava cuando la Bula habla de las indulgencias en los términos más medievales como liberación de la ‘huella negativa’ o ‘residuo de la culpa’ – ‘reatus culpae’ y ‘reatus poenae’ decían los escolásticos– que queda en el pecador aun cuando sus pecados hayan sido perdonados por el sacramento de la confesión; dicha liberación la podemos alcanzar para nosotros mismos o para nuestros difuntos que sufren las penas del purgatorio… ¿No lo entiendes? Yo tampoco lo entiendo. Lutero tenía razón en aquellas 95 tesis contra las indulgencias con las que arrancó la Reforma protestante en 1517. Era necesario entonces, y lo sigue siendo hoy.

 

Volvamos al jubileo, a su sentido bíblico original. Cada 50 años, el alegre sonido del jobel recorría las montañas y los valles, dando comienzo al año jubilar. Era el año del perdón, sí, pero no del perdón de los ‘pecados’ por parte de Dios, sino del perdón de las deudas económicas, las deudas que ahogaban la vida de la gente más pobre. Los pobres quedaban libres de sus deudas, los esclavos recuperaban la libertad, los campesinos obligados a enajenarse de la propiedad de su tierra la recuperaban. Podían respirar. Podían vivir. Era el jubileo.

 

Vino Jesús, y también él un día proclamó el año jubilar en la sinagoga de Nazaret. Y en adelante todas sus palabras y toda su vida se convirtieron en rostro de la misericordia: denunció las injusticias, anunció la liberación de los oprimidos por el poder del imperio y de la religión, reclamó la cancelación de las deudas, compartió la mesa con todos, curó a los heridos, se hizo buen samaritano. En eso consiste el jubileo de la misericordia.

 

Es la invitación que reitera el papa Francisco en su Bula Misericordiae Vultus. Baste una muestra: “En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye” (n. 15).

 

¡Bienvenido seas, jubileo! Que se condonen las deudas a las personas y a los países desahuciados. Que los bancos tengan entrañas, no solo cuentas y cajas. Que se abran las fronteras. Que abramos las puertas a la misericordia, los corazones a la esperanza. Que caminemos, guiados por la ternura de las entrañas, hacia la armonía y el descanso de la tierra, hacia la liberación de todos los esclavos, hacia el verdadero jubileo de la misericordia. 

 

 

 

 

 

El Adviento de la Cumbre climática

 

Jose Arregi

30 de noviembre de 2015

 

Este domingo inauguramos los cristianos el tiempo litúrgico llamado Adviento o “venida” que dura hasta la Navidad o “nacimiento”. Y, pura y feliz coincidencia, hoy se abre en París –en estado de máxima alerta por los recientes atentados– la XXI Cumbre sobre el Cambio Climático: 195 mandatarios del mundo se reúnen con el objetivo de marcar un punto de inflexión. La alerta es máxima. El Adviento urge.

 

Es la Veintiuna Cumbre. ¿Pues qué han hecho en las veinte precedentes, desde aquella primera de Berlín en 1995? Casi nada, la verdad. ¿Que podía haber sido peor? De poco nos consuela sabiendo como sabemos que estamos tan mal y que es muy probable que vayamos a peor. Da miedo pensar que tampoco en esta Cumbre se dé el paso decisivo, que todo acabe en una declaración más de buenas intenciones sin compromisos vinculantes, como ya sucedió en la cumbre de Kioto de 1997 o en la de Copenhague de 2009, que los intereses particulares de algunos estados y de muchas empresas multinacionales acaben ganando de nuevo aunque todos perdamos.

 

Da miedo pensar que seamos incapaces de ampliar nuestra mirada o de liberarnos de nuestros miedos, y que sigamos avanzando inconscientes a la aniquilación del planeta, al igual que de medida en medida de seguridad agravamos el terror global y la guerra sin fin. No lo pueden, no lo podemos permitir. Menos mal que está la sociedad civil movilizada, mucho más civilizada que quienes tan bien pagados la dirigen.

 

Algo hemos adelantado. Hace solo 20 años, las advertencias sobre el cambio climático eran cosa de ecologistas románticos y pseudocientíficos alarmistas. Hoy nadie discute que la Tierra se está calentando, que casi cada mes se baten récords de temperatura global, que hielos y nieves se derriten, que los mares se acidifican y suben de nivel, que el clima está haciendo estragos en forma de fríos y calores extremos, de lluvias y sequías extremas. Bien es verdad que el clima cambia sin cesar y que hay muchos factores que influyen en el cambio. Pero no sirve como excusa. Numerosos estudios científicos evidencian que la gravísima aceleración del cambio climático es provocada en buena parte por el ser humano, debido al uso industrial de combustibles fósiles. Somos nosotros los mayores responsables de la situación presente.

 

No lo hemos tomado en serio hasta que el agua nos ha llegado al cuello. Nunca mejor dicho, pues territorios donde viven 400 millones de personas, como el sur de Bangladesh, quedarán sumergidos por el mar. Los más pobres, como siempre, se llevarán la peor parte. Y entre los más pobres se cuentan no solamente los seres humanos, sino también innumerables seres vivientes de otras especies. ¿Quién ha dicho que somos los señores de la Creación, el centro y la cima y el culmen de la evolución de la vida, y que todos los seres, de las ballenas a las bacterias, están a nuestro servicio?

 

Somos responsables de parar esta carrera suicida y de eludir la catástrofe total. Ya está en marcha, pero aún podemos mitigar los daños. El Adviento de otro futuro para la vida está en nuestras manos, y sabemos cuál es la condición necesaria: que la temperatura del Tierra no suba más de 2 grado, o incluso 1,5 grados al final de este siglo. Pero las medidas presentadas a la Cumbre de París hacen prever que puede subir 3 grados e incluso 4.

 

La llave está, como en casi todo, en la postura que adopten los EEUU. Y China, que aspira a disputarle la hegemonía. Y Rusia, la India y Brasil, empeñados en no ser menos que aquellos. Y Europa…¿ existe Europa? ¿Sabe realmente lo que quiere o lo que debe? Por todas partes se impone la ley de la fuerza, la lógica de la economía de la ganancia, que mata más que todos los terroristas juntos. Nadie quiere perder y todos corremos al mismo abismo. Ya estamos cayendo.

 

Ya no basta el crecimiento sostenible. Se impone un decrecimiento sostenible. Y solo será posible si cambiamos la mirada y la sensibilidad, si nos sentimos hermanas y hermanos de todas las criaturas, si nos convertimos a una ecología integral, profunda.

Solo entonces será Adviento de verdad. Advendrá un tiempo nuevo, y tendrán sentido las luces de nuestras calles y los regalos de Navidad. 

 

Ante la masacre de París

 

 

José Arregi

17 de noviembre de 2015

 

Al caer la tarde, quisiera ser una lamparita de cera en la calle Voltaire de París, y arder o llorar o elevar una plegaria por todos los muertos y por todos sus vivos, sus seres queridos. Una plegaria silenciosa llena de piedad y de preguntas.

 

Las condenas se suceden, a porfía. Una masacre inhumana. Un atentado contra la humanidad. Una profanación, una blasfemia. Todas las palabras de condena llevan razón. Pero ¿por qué no reprobamos por igual cuando son otros los que mueren: en Alepo, en Bagdad, en Kabul, en el Mediterráneo, muertos sin número en lugares sin fin? ¿No valen, no duelen por igual todos los muertos? Pronto olvidaremos también a los muertos de París, y seguiremos condenando nuevas masacres. ¿De qué servirá si no nos preguntamos el por qué y el adónde? ¿Por qué estamos donde estamos?

 

Se suceden también las declaraciones de guerra. Me inquieta profundamente la primera reacción del gobierno francés: los bombardeos de Raqqa. ¿Acaso intimidarán nuestras demostraciones de fuerza a los que no conocen el miedo? “Es el combate de la civilización contra la barbarie. Venceremos al terrorismo”, proclaman, mientras la industria de las armas se frota las manos.

 

Pero ¿cómo creeremos sus promesas de victoria si llevamos tantas décadas de guerra contra los terroristas, y los terroristas no cesan de aumentar y son cada vez más fuertes e incontrolables? ¿No es invencible un desesperado dispuesto a morir? Y nuestras guerras llamadas legítimas contra el terrorismo ¿acaso no tienen mucho de terrorismo, para coartada y soporte de aquellos a los que combatimos? La guerra lleva a la guerra. Así ha sido siempre y así seguirá. ¿Así querremos seguir?

 

Llamadas a la unidad europea frente al terrorismo, refuerzos policiales, fervores de la Marsellesa, cierre de fronteras… Por supuesto, serán necesarias medidas inmediatas para impedir atentados, para que la gente pueda pasear tranquila por la calle o asistir a un concierto o comer en un restaurante. Pero ¿cómo lo lograremos mejor para mañana y pasado mañana, cuando olvidemos los muertos de hoy?

 

Las acciones yihadistas hacen que aumente el odio contra el Islam, y el odio contra el Islam proporciona a la yihad pretextos y militantes enardecidos dispuestos a inmolarse matando. ¿Hasta cuándo seguiremos sumidos en esta locura? ¿Dónde están la Razón y las Luces proclamadas por París contra la sinrazón en todas sus formas? ¿Qué será de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad en Europa si las defendemos contra otros, los de fuera? ¿Hasta cuándo seguirá siendo verdad aquello que dijo Voltaire: “La civilización no suprimió la barbarie; la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”?

 

Ardan las lámparas de cera en las calles de París en memoria de todos los muertos y en consuelo de los vivos. Suba la plegaria piadosa. Pero recordemos a todos los muertos, también a los de Raqqa, y no olvidemos la historia. Los atentados que estamos sufriendo y todo lo que sucede en el Oriente Medio ¿no es acaso el reflejo del mundo que los poderes occidentales hemos contribuido a construir o seguimos empeñados en destruir?

 

Recapacitemos sobre Afganistán, Irán, Irak, Libia, Egipto, Siria… Y Palestina, la sufrida Palestina. Recapacitemos sobre los cien últimos años de invasión y expolio de los poderes occidentales en Oriente Medio, sobre tantos derrocamientos de gobiernos legítimos cuando la democracia no servía a nuestros intereses, sobre tanta colaboración con los regímenes más corruptos y dictatoriales cuando convenía a nuestros intereses.

 

Ante los muertos de París y ante las lágrimas de los vivos, sigamos preguntando: ¿Quién creó, financió y entrenó a Al Qaeda para combatir a Rusia? ¿Y quién concibió y sigue sosteniendo en la sombra al Estado Islámico para desestabilizar todo el Oriente Medio y sacar mayor provecho? ¿No se sientan en el G 20 de los grandes del mundo algunos gobiernos amigos de países, Arabia Saudí en cabeza, en los que encuentran soporte ideológico y financiero los yihadistas que nos combaten y que decimos combatir? ¿No son extrañamente coincidentes los intereses del Estado Islámico y los del poder financiero del mundo occidental, a los que están sometidos casi todos nuestros medios de comunicación que tanto nos mienten? No nos dejan respirar.

 

Y vosotros, dirigentes políticos de los países árabes, ¿a dónde conducís a vuestros pueblos, a esa inmensa mayoría de gente pacífica, con vuestras luchas fratricidas sin fin, con vuestro enfrentamiento secular entre sunníes y chiíes, con vuestros imposibles proyectos teocráticos, con vuestro sueño de califato confesional, medieval, absurdo? Y vosotros, los dirigentes religiosos de la ummah o comunidad musulmana universal, ¿a dónde conducís a esa multitud de gente creyente llena de bondad y de generosidad, empeñados como estáis en mantenerla encerradas en el pasado?

 

Amigos y amigas musulmanas, de vosotros depende en buena medida que en nuestro mundo se realicen la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad que también proclamó el Profeta, la paz sea con él, con vosotros, con nosotros. Somos hermanos. No os dejéis engañar por quienes –sean de los “vuestros” o de los “nuestros”– os quieren llevar al desastre por el camino de la sumisión o de la guerra. ¡Ojalá, insha-Allah, podáis vivir entre nosotros y ser plenamente de los nuestros sin dejar de ser vosotros, y podamos nosotros vivir plenamente en libertad, igualdad y fraternidad entre vosotros! Shalam aleikum. 

 

A vueltas con Dios

 

José Arregi

16 de noviembre de 2015

 

Vuelvo a hablar de Dios en esta mañana de otoño de infinita belleza y de tantos motivos de angustia. Digo “Dios” para decir todo lo que ven los ojos y lo que no pueden ver y lo que aún ni siquiera es. Digo “Dios” para rendirme a la belleza, sostener el ánimo, bendecir el mundo y sus mejores posibilidades sin condenar a nadie.

 

Digo “Dios”, pues con esa palabra nací, crecí, aprendí a hablar y a vivir, y a decir el Todo como bello, bueno y fiable, a pesar de todo. Pero no es necesario decir “Dios”, ni pensarlo ni decirlo, ni “creer” nada; basta mirar y ser lo que somos, como basta al petirrojo vivir y cantar.

 

Nos enredamos demasiado. Con ocasión de la fiesta de Todos los Santos y Difuntos, Manuel Fraijó, pensador lúcido y honesto, escribió en EL PAÍS un artículo titulado “Avatares de la creencia en Dios”. Con su estilo reflexivo y claro, dejaba la conclusión suspendida entre la afirmación y la negación, y terminaba citando a Pascal: “es incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Pero omitía la cuestión primera: no si Dios existe, sino qué significa Dios.

 

Si escribes “Dios” en Google, te aparecerán 610.000.000 resultados en 0,41 segundos. Y desde el primer documento te explicará que es un nombre masculino, un “ser sobrenatural al que se rinde culto”, que son varios o mucho en algunas religiones, y único en otras, eterno, creador, juez, omnipotente, infinitamente justo y bueno. Un Ente Supremo con psicología humana, que piensa, siente, obra de manera muy similar a la de este homo sapiens que somos, reciente y pasajero. A eso llamo un “Dios teísta”. Sal de Google. Eso no es Dios.

 

Algunos lo han venerado como Sol o como Luna, o como Cielo padre o como Tierra madre, otros como un árbol (el Yggdrasil de los mitos nórdicos, por ejemplo) otros como un animal (leopardo, perro, serpiente, pájaro…), o como ser humano, casi siempre masculino, a menudo rey, a veces con pareja femenina. Era Dios lo que querían adorar, pero la forma en la que lo imaginaban no era más que “Dios”: una imagen hecha a imagen de sí mismos. El Maestro Eckhart enseñaba: “Todo lo que haces y piensas sobre Dios es más sobre ti que sobre Él”. Déjalo, pues. Vayamos más allá, a lo Real.

 

Vayan los teólogos más allá del teísmo y del ateísmo, siguiendo la estela de los místicos de todos los tiempos y de algunos grandes teólogos de la primera mitad del siglo XX, como Tillich y Bonhöffer, a los que casi nadie siguió lamentablemente, y por eso se encuentra la teología –lenguaje sobre Dios– en el impasse en el que se encuentra.

 

Hablen de Dios los teólogos de hoy como pide nuestro tiempo: los jóvenes y los mayores, la ciencia, la filosofía y la mística. Dejen de defender la existencia de “Dios” sin antes decirnos qué entienden por “Dios” de una manera creíble para hoy. Un “Dios” que necesita defensa no existe: es simplemente un esquema mental, una forma de entendernos, o de defendernos, de darnos la razón.

 

Vayan los ateos más allá del ateísmo, como Albert Camus que escribió de sí: “No creo en Dios, pero no por ello son un ateo”. Es decir, un ateo que se queda en la pura negación del teísmo. Tienen razón los ateos al negar a “Dios”, pero no al pensar que no haya más Dios que el que ellos niegan.

 

No, no hace falta “Dios” para explicar el Big-Bang o las orquídeas o las golondrinas que ya migraron; un “Dios” que fuera causa productiva y explicativa de una realidad física (onda, partícula, materia, energía) o del universo entero, sería un ente distinto y separado de este universo, y en algún “punto” o en algún “momento” debería ser una causa física, y por lo tanto una parte del mundo, y por ende objeto de estudio para la ciencia. Tiene razón en eso, señor Hawking, pero eso ya está muy repetido. Vayamos más más allá de todo dogmatismo teísta o ateo, al Misterio de lo que es, de lo que somos.

 

Lo Real es. Y es maravilloso, a la vez que dramático y sufriente. Míralo más de cerca. Hace unos días, científicos de la Universidad Técnica de Delft (Holanda) han realizado un experimento que vuelve a demostrar lo que ya se conocía desde 1970: las partículas atómicas existen fuera de nuestro espacio y tiempo, es como si fueran “ubicas” y “eternas”, y, aun estando muy separadas, están entrelazadas.

 

Ese universo cuántico, como el canto del petirrojo, es una imagen del Misterio de la Realidad que podemos llamar “Dios”. Cuando digo “Dios”, quiero decir la Hondura, la Fuente del ser, la Energía Originaria más allá o más acá de la separación entre espíritu y materia. La Creatividad inagotable. La Bondad creativa. La pura relación sin separación alguna. ¿Persona? No en el sentido dualista en que nosotros nos experimentamos: una persona frente a otra, una relación entre dos. Dios es el Tú Absoluto sin dos, el Yo Infinito sin ego, la pura Conciencia sin división entre sujeto y objeto. La Comunión eterna de la diversidad universal.

 

Pero ¿no me contradigo al hablar de Dios en esos términos? ¿No vuelvo de esta forma a definir a Dios? No quiero definirlo, pero me contradigo, lo reconozco, pues Dios es lo Indecible y yo trato de decirlo de alguna forma, y en la medida en que hablo lo “defino” aun sin quererlo. Pero no sé cómo salir de esta contradicción consustancial de nuestra conciencia y de nuestra palabra.

 

Lo dicho por la palabra se nutre de lo no dicho, de lo que siempre queda por decir, de lo que nunca logramos decir. ¿Cómo hablar enteramente si solo decimos lo que podemos decir? ¿Cómo hablar de la parte que vemos –esa nube, esa luz, esa sombra, ese riachuelo tranquilo– sin hablar del Todo invisible e inefable? Si lo defines, ya no es Dios, pero si no hablas de Dios (con ese nombre o sin él), no puedes hablar bien de nada, pues nada está encerrado en los límites de la apariencia y de la palabra.

 


Cuando hablas de verdad, hablas de Dios, o habla Dios en el fondo de la Realidad infinita y de tu pobre palabra, también infinita. Cuando hablas de verdad, es como si rezaras: como si rezara tu ser profundo, como si te rezara Dios con infinita ternura y confianza desde el fondo de tu ser, desde el fondo de todo lo que es, de todos los seres que gozan y sufren.

 

Pues Dios es como el Fondo infinito de ternura allí donde hay rencor, de paz donde hay guerra, de vida donde hay muerte. Dios es tu ser verdadero, lo que puedes llegar a ser, lo que puedes hacer que sea. Y no tengas miedo a dejar de ser. Mira cómo cae apaciblemente la hoja en otoño. Hacia la Gran Comunión.

 

Ideología de género

 

Jose Arregi

2 de noviembre de 2012

 

La ideología de género se ha convertido en objeto preferente de denuncia por parte de algunos obispos. Entre ellos destaca Mons. Munilla, obispo de San Sebastián, que no duda en presentarla como “metástasis del marxismo”, para igual asombro de marxistas y no marxistas que saben algo del asunto. Ha sido diseñada, sostiene, para destruir la familia y arruinar el alma de Occidente. Y, citando a Santa Teresa que calificó de “tiempos recios” la época que le tocó vivir, llama a los cristianos a afrontar con ánimo martirial los tiempos actuales en los que son perseguidos el bien y la verdad y quienes los defienden.

 

Clarifiquemos los términos. Según la Organización Mundial de la Salud –lo puedes encontrar en Wikipedia–, el término “género” significa algo tan simple como “los roles socialmente construidos, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad considera como apropiados para hombres y mujeres”. ¿Será que también la OMS está afectada por esa perniciosa metástasis del marxismo? Seamos razonables.

 

Con el sexo se nace: soy hombre o mujer (aunque hay veces en que ni eso es tan claro); el género se construye, y depende en buena parte de lo que en una cultura determinada significa “ser hombre”, “ser mujer”. En cuanto a la “identidad de género” (me siento varón o mujer), depende tanto del sexo como del género, así como también de ese mundo insondable de nuestra psicología personal, maravillosa y frágil. El sexo es naturaleza y el género es cultura, pero existe una infinita red de interrelaciones entre ellas. No existen ni la pura naturaleza ni la pura cultura. Nada está cerrado. Todo está infinitamente abierto, y todo necesita cuidado, y un infinito respeto. Y siempre debemos empezar por acoger, más aun, por reconocer lo que es cada ser, cada persona, con su historia, su gracia, sus heridas. ¿Quién soy yo para dictar a nadie lo que debe ser, cómo debe sentirse o cómo debe amar, en nombre de una naturaleza cerrada que no existe, o en nombre de un “Dios” legislador exterior y patriarcal que tampoco existe?

 

El género –el papel culturalmente asignado al varón o a la mujer– se convierte en ideología perniciosa cuando establece relaciones de sumisión, y las religiones cargan con una grave responsabilidad histórica por ello. La ideología de género, como todas las ideologías, se halla siempre, consciente o inconscientemente, al servicio de una trama de intereses, y no pocas veces recurre a la religión para legitimarlos y legitimarse, para perpetuarse en el poder.

 

Basta, para ilustrarlo, con mencionar algunos textos bíblicos sobre la mujer. En el libro del Génesis, dice Dios a la mujer: “Tendrás ansia de tu marido y él te dominará”. No es Dios quien habla, sino quien lo escribió y la cultura patriarcal de la que depende: ideología de género. Contra lo que piensan quienes tanto la fustigan, la ideología de género no es un engendro de nuestros tiempos, matriz de todos los males de una sociedad hedonista, materialista y relativista, etc. Viene de muy lejos, y predomina en la Biblia. En el libro del Levítico se dice: “La mujer que conciba y dé a luz un varón quedará impura durante siete días, y si diera a luz una niña, quedará impura durante dos semanas, como cuando tiene la menstruación”. En el libro de Qohelet o Eclesiastés leemos estas terribles frases que me duele transcribir: “La mujer es más amarga que la muerte, porque es una trampa; su corazón es un lazo y sus brazos cadenas”. “Entre mil se puede encontrar un hombre cabal, pero mujer cabal, ni una entre todas”.

 

San Pablo, que escribió en la Carta a los Gálatas aquello tan innovador de que “en Cristo ya no hay distinción entre varón y mujer”, en la primera Carta a los Corintios escribe, sin embargo, que “la cabeza de la mujer es el varón” y que “no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón, ni fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón”, que, en consecuencia, “la mujer debe llevar sobre su cabeza una señal de sujeción” y que “no es decoroso que la mujer tome la palabra en la iglesia”. Y en la Carta a los Efesios, que no es de Pablo, se dice: “Mujeres, someteos a vuestros maridos”.

 

La mujer impura, la mujer tentadora, la mujer sometida. ¿Palabra de Dios? No. Pura y dura ideología de género, humillante para la mujer tratada como inferior, degradante para el varón convertido en déspota. Liberar al Espíritu de la prisión de esa letra bíblica es la única manera de ser fieles a la Biblia. Seguir aferrados a “lo que está escrito” hace miles de años es seguir ahogando la vida. Es lo que hizo, por ejemplo, San Pío XI cuando, en 1930, condenó a quienes ponían en tela de juicio la “obediencia de la mujer al marido” o defendían que las mujeres pudiesen “tener libremente sus propios negocios”. Ideología de género con argumentos “teológicos”. El daño que ha hecho y sigue haciendo a la mujer, al homosexual, al transexual, al bisexual…, tratados como pervertidos cuando no como perversos en nombre de la “naturaleza” o de “Dios”, es espantoso.


Hoy condenarían –sin saber lo que hacen– por ideología de género a Santa Teresa, que hace 500 años, y refiriéndose a los inquisidores, escribió en su Camino de Perfección (aunque luego, por precaución, lo borró hasta hacerlo ilegible, pero hoy se puede leer): “Como son hijos de Adán y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa”. Lo que hacía justamente era denunciar su ideología de género. Y, por cierto, cuando Santa Teresa hablaba de “tiempos recios”, no hablaba de los enemigos de la fe y de la Iglesia, sino de los eclesiásticos inquisidores. La historia se repite.

 

No repitamos la historia. Seamos naturaleza viviente y creadora. Seamos Iglesia compañera, Iglesia liberadora, Iglesia sanadora. Iglesia de Jesús.

 

 Mensaje del papa después del Sínodo




 

Jose Arregi

19 de octubre de 2012

 

Prosigue en Roma el Sínodo sobre la familia, aunque haya decaído notablemente el interés mediático, siempre tan voluble. Lleva dos semanas, y aún queda la tercera. Luego corresponderá al papa elaborar y publicar su Exhortación Apostólica Postsinodal. Eso llegará dentro de unos meses, pero el otro día soñé que decía así: “El papa Francisco a mis hermanas y hermanos católicos del mundo entero. Os deseo la paz de Jesús. Ella nos une en la diversidad del Espíritu como una familia.

 

No os oculto mi incomodidad al dirigirme a vosotros como papa, pues no me elegisteis ni directa ni indirectamente, ni tampoco elegisteis a quienes me eligieron. Son cosas de la historia, no del evangelio. ¡Ojalá esto cambie pronto y deje la Iglesia de ser jerárquica, piramidal, y sea un signo de la humanidad fraterna que Jesús soñó! Mientras tanto, os hablo como hermano, sin otra autoridad que la que queráis reconocerme.

 

Incómodo me sentí también con el Sínodo de la Familia, que yo mismo convoqué y quecongregó en Roma a tantos obispos que no conocen los gozos y las angustias de las familias de hoy, familias de carne y hueso, familias reales, familias diversas. Tan diversas que no caben en los esquemas del Catecismo que seguimos enseñando, ni en los cánones de Derecho Canónico tan frío que seguimos imponiendo en nombre de Dios. Perdonadnos.

 

Comprendo muy bien vuestro asombro y protesta al ver que, mientras vuestras familias sufren tantas penurias, desde todos los rincones de la tierra se reunían aquí durante tres semanas 400 personas, cómodamente instaladas, entre ellas 270 cardenales, obispos y religiosos, solo ellos dotados de voz y voto. Perdonadnos. Tal vez tenía razón la viñeta que firmaba por aquellos días ‘El Roto’ en un periódico español: ‘Resucitar a los muertos es fácil. Lo difícil es resucitar a la Iglesia’. Lo diría, supongo, porque mira a la Iglesia como a un muerto que no quiere resucitar, que prefiere seguir siendo pieza de museo, fósil de la vida que un día inspiró formas vivas que ya no viven ni hacen vivir.

 

No sé si debí convocar este Sínodo. Os confieso mi decepción a la vista de sus propuestas finales. ¡Tanta pompa y tanto gasto, tanta palabra para eso! Pero no quiero mirar atrás. Quiero mirar adelante y dar un paso al futuro. Quiero arriesgarlo todo, y sobre todo el poder absoluto que el Derecho Canónico y los obispos me reconocen todavía. Lo hago justamente porque no me parece un poder evangélico y ya no creo en él. Creo en la vida. Amo a Jesús. Me siento libre, y no tengo miedo ni nada que perder.

 

He meditado mucho sobre los dos temas que más interés y debate suscitaron entre los padres sinodales y en los medios de comunicación. Me refiero a la unión de gais y lesbianas por un lado y a la comunión de los divorciados vueltos a casar por otro. Yo mismo promoví la discusión. Con la mejor voluntad, propuse que la Iglesia manifestara públicamente misericordia y respeto para con los homosexuales, pues no somos quién para juzgarles, y que los divorciados vueltos a casar pudieran comulgar en la mesa de Jesús siempre que cumplieran tres condiciones: arrepentimiento, confesión ante su obispo y propósito de no reincidir.

 

Hoy me arrepiento de haber hablado en esos términos ofensivos y humillantes para homosexuales y divorciados, pues equivale a tratarlos como culpables. Es injusto, y contrario al evangelio. Les pido perdón. No les debemos una palabra de conmiseración, ni solo de respeto, sino de pleno reconocimiento.

 

Por eso, en nombre de Jesús y de la Iglesia, declaro que el amor homosexual es tan santo y bendito como el heterosexual, y lo bendigo de todo corazón como sacramento del Amor o de Dios. Y declaro que el amor humano quisiera ser pleno y eterno, sí, pero es sin embargo frágil, y que cuando, por los motivos que fueren, un matrimonio se rompe por dentro sin remedio, deja de ser matrimonio, y que buscar entonces probar la nulidad canónica para salvar la indisolubilidad teórica es un artificio indigno, y que un nuevo matrimonio de divorciados, en la medida en que el amor les mueve, es igualmente santo, sacramento de Dios o del Amor, y yo lo bendigo.

 

Hermanas, hermanos, basta ya. Empecemos de nuevo. Os bendigo a todos y os pido vuestra bendición. Vivid en paz. Vuestro hermano Francisco, papa todavía”.

 

 

 

Florecillas de San Francisco

 

Jose Arregi

5 de octubre de 2012

 

Si nunca has leído las “Florecillas de San Francisco”, hoy (04/10/2015), fiesta entrañable del Poverello de Asís, te animo a leerlas. Descubrirás una joya literaria, escrita hace 750 años a la luz de la Toscana y del recuerdo de Francisco. En seductores relatos sueltos, describen un mundo transfigurado en el que también tú puedes habitar, en el que ya habita y sueña despierto el niño mejor que llevas dentro de ti.


“Este libro contiene –así reza el encabezado– ciertas florecillas, milagros y ejemplos devotos del glorioso pobrecillo de Cristo messer San Francisco y de algunos de sus santos compañeros”.

 

Cómo un día, por ejemplo, predicó a los pájaros. Y cómo a un joven que llevaba al mercado unas tórtolas silvestres se las pidió, librándolas de una muerte cruel, y las domesticó y vivieron en familia con los frailes en Santa María de los Ángeles.


O cómo, en Gubbio, amansó a un lobo ferocísimo, con solo que la gente le diera de comer, porque la violencia nunca convierte al violento. Y cómo en cierta ocasión, yendo de camino con el hermano Maseo, al llegar a un cruce de caminos le hizo dar vueltas sobre sí y parar en seco, para saber la dirección que hacían de tomar.

 

Y cómo al hermano Rufino, noble de Asís y muy tímido, le envió una vez a predicar en calzones en una iglesia de Asís, y Francisco, apenado por haber puesto a su hermano en semejante aprieto, le siguió detrás igualmente desnudo y así predicó, y la gente pensó que estaban locos, pero al final todos quedaron muy edificados y consolados.


Hoy no estamos, dirás, para cándidas florecillas, para fábulas milagreras ni cuentos moralistas. Tienes razón, no estamos para eso, pero las Florecillas son otra cosa, lo verás. Rezuman frescura, sencillez, libertad. Irradian, sobre todo, alegría y bondad. Y también mucho inconformismo. Las Florecillas son menos cándidas y más subversivas de lo que parece, pero no hallarás en ellas ni pizca de amargura. Son como el Evangelio de Jesús.

 

Eso quiso Francisco: vivir el Evangelio de Jesús, junto con los hermanos que se le fueron uniendo (nunca se le ocurrió, por cierto, hacer eso que hoy llaman “Pastoral vocacional”). Quiso vivir el Evangelio sin glosas y sin reglas complicadas, sin conventos ni moradas estables, sin nada, sin nada, caminando de aldea en aldea, conviviendo con los últimos y trabajando con sus manos, pidiendo limosna solo cuando el trabajo no les daba para comer, e invitando a todos a perdonarse a sí mismos y a los otros, a vivir en paz con todas las criaturas, a ser hermanos y menores, a cuidarse los unos a los otros, a ser felices con poco, y a no querer más. Eso es todo.

 

De eso hablan las Florecillas, Bienaventuranzas plasmadas en retazos de vida. Son retazos imaginarios, pero de vida muy real. Fueron en su origen y siguen siendo todavía una clara protesta, una provocación profética y pacífica, pacífica y enérgica, contra el poder, la riqueza y todas las convenciones sociales, contra el mundo de los poderosos de entonces y de hoy, contra la Iglesia establecida de entonces y de hoy con sus muchos cánones, catecismos y jerarquías clericales.

 

Y contra la propia Orden franciscana, que se había vuelto tan numerosa, culta y admirada, y se había establecido dentro de las ciudades en grandes conventos y habían convertido la pobreza en virtud ascética y la mendicidad en forma de vida a costa de los pobres. Las Florecillas protestan.

 

En cierta ocasión, Francisco iba de camino con el hermano Maseo y, al llegar hambrientos a una aldea, fueron a pedir limosna cada uno por un barrio. A Francisco, que era pequeño y feo, solo le dieron sino mendrugos y desperdicios de pan seco. A Maseo, que era gallardo y de buena presencia, le dieron buenos y grandes trozos. Y se juntaron ambos a la salida del pueblo, junto a una fuente, y sobre una piedra colocaron cada uno la limosna recibida.

 

Al ver Francisco que los trozos del hermano Maseo eran más numeroso y hermosos que los suyos, no cabía de gozo y exclamó: “Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste”. Y como lo repetía una y otra vez, el hermano Maseo le dijo: “Hermano carísimo, ¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no hay ni mantel, ni cuchillo, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada”.

 

Y Francisco le repuso: “Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro: estos trozos de pan, esta mesa de piedra, esta fuente tan clara. Es el tesoro de la santa pobreza que al despojarnos de todo nos hace hermanos de los pobres y libres del todo”.


En alabanza de la Vida más plena. Amén.

 


 

 

¿Contemplación?

 

José Arregi

21 de septiembre de 2015

 

 

Estos nuestros tiempos convulsos ¿son tiempos para invitar a la contemplación? Sostengo que sí. Pero “contemplar” tiene muy poco que ver con estarse mirando algo ociosamente con la mirada vaga, y no tiene que ver más con un tranquilo monasterio que con el trajín de la ciudad, ni con la vida retirada más que con la vida en la brecha.

 

Las palabras tienen su historia, nuestra historia, con sus tribulaciones y búsquedas. El término latino contemplare significaba originariamente la observación del vuelo de las aves en el cielo por parte de los augures o adivinos de oficio; lo hacían desde el templum, un espacio delimitado pero abierto en el campo o en el bosque. Creían que el futuro estaba decidido por los dioses o por el Destino (Fatum, Moira) y se podía descifrar mirando, entre otras cosas, el vuelo de las aves. Luego cerraron los templos, espacios abiertos a la intemperie, con piedras, leyes y miedos. El templo se convirtió en morada de “Dios” o de los dioses, en edificio sagrado separado del mundo profano. La contemplación se separó de las tareas de la vida, se contrapuso a la acción y se convirtió en cosa de especialistas: augures, sacerdotes o monjes.

 

Dejemos a un lado esas derivas y devolvamos al término su plenitud de sentido. Reinventemos la contemplación. Aprendamos a mirar el cielo y la tierra, lo invisible en lo visible, lo posible en lo real. Advirtamos las amenazas y las oportunidades del mundo en que vivimos. Miremos en el presente las señales de otro futuro mejor, para hacerlo real. Abramos los ojos, no sea que merezcamos el reproche del profeta Isaías, que el profeta Jesús hizo suyo: “Por mucho que miran, no ven; por más que oyen, no comprenden”. Abramos los ojos de fuera y de dentro, hasta que veamos que no hay ni fuera ni dentro, hasta que descubramos con claridad meridiana que todos los seres compartimos la misma luz y la misma noche, hasta que el dolor de los demás transforme nuestra mirada, hasta que nuestra mirada se vuelva transformadora.

Contemplar es ver lo invisible. Desde hace pocos años sabemos que la materia-energía física observada en el universo con los aparatos más sofisticados solo constituye aproximadamente un 4% de la materia-energía existentes: el resto está compuesto por materia oscura (22 %) y energía oscura (74 %), desconocida. Si no hubiera más materia que la observada –que me perdonen los físicos este torpe lenguaje–, las estrellas y las galaxias no se atraerían como se atraen; y si, por el contrario, no hubiera más energía que la observada, las galaxias no se expandirían como se expanden. Por lo demás, la materia es en el fondo energía, que nadie sabe lo que es, ni de dónde ni por qué. Pero es. Y es como una metáfora del misterio de cuanto es. Lo esencial es invisible. Lo invisible es lo esencial. Contempla el Misterio invisible en todo lo que ves, con ojos nuevos. “Dichosos vuestros ojos porque ven”, dijo Jesús a sus discípulas y discípulos.

 

Contemplar es atender. Atender es mirar y vivir con atención. Atender es dejar que el Misterio de la realidad se revele plenamente en todo cuanto es: en la hoja que cae, en el vuelo del pájaro, en el clamor de los refugiados en nuestras fronteras. Atender es hacer silencio, calmar emociones, liberarse de apegos, de saberes, creencias y esquemas mentales. Atender es ver a Dios en cada ser, el Todo en cada parte, y sentirse uno con todos los seres. Atender es dejarse acoger en el Corazón bueno de todo, y acogerlo todo con buen corazón. Atender es sintonizar, simpatizar, compadecerse y cuidar al herido. Atender es mirar la realidad con lucidez y con entrañas, y así recrearla. Somos lo que vemos, y somos igualmente lo que la mirada de los otros hace que seamos. Nuestros ojos, cuando miran, son capaces de hacer que todo sea bueno, o un poco mejor. Como Dios en el Génesis: “Miró Dios y vio que todo era bueno”. Atender es crear. Atender es vivir o ser en plenitud, simplemente SER uno con Todo, con Dios, ser pura relación de consideración, miramiento, respeto de la inagotable diversidad de lo que es, más allá de toda palabra e imagen que define, limita, divide, que nos encierra, estrecha, angustia.

 

Y eso es contemplar. A esa contemplación se han referido todas las tradiciones místicas como culminación de todas las formas de oración y de todos los caminos de realización humana, espiritual y física inseparablemente. En la tradición monástica cristiana, a la lectio (lectura) sigue la oratio (oración vocal), a la oratio sigue la meditatio (reflexión mental y cordial), y a la meditatio sigue la contemplatio, “engolfarse en Dios”, que diría Santa Teresa, lo mismo en el coro que entre pucheros.

 

Una contemplación que no se traduzca en compasión y compromiso, que no sea creadora, no es verdadera contemplación. Un compromiso militante que no se inspira en la mirada contemplativa (no digo religiosa), no es libre ni liberador, no crea. Donde se da lo uno se da lo otro, y donde falta lo uno falta lo otro. Nuestra sociedad necesita contemplativos por la misma razón por la que necesita militantes, y necesita militantes por la misma razón por la que necesita contemplativos. ¿Cuál es la razón? Que un mundo todavía invisible ha de hacerse realidad.

 

(Publicado en DEIA y en los diarios del Grupo Noticias el 20 de Septiembre de 2015)

 

 

Aylán, el icono

 

 

José Arregi

7 de septiembre de 2015

 

Mientras seguíamos inquietos las fluctuaciones del Ibex o las incertidumbres de la Bolsa de Shangai, discutíamos míseramente sobre cuotas de inmigrantes, las justas para cubrir nuestras necesidades económicas o lavar nuestra conciencia, o exhibíamos frívolamente la capacidad de jigas de nuestro último Smartphone, la imagen de este niño sirio de tres años, solo, desamparado, muerto en una playa turca, nos ha encogido el corazón. No lo podemos mirar, pero ¿cómo dejar de mirarlo? Sus pequeños ojos apagados nos miran y nos reflejan. Su sangre helada, como la de Abel, nos grita desde el fondo del mar y de la tierra: “¿Dónde está tu hermano?”.

 

Se llama Aylán Kurdi. Mira esa foto: Aylán cuelga de los brazos de un policía turco, como colgaba el crucificado, después de haber “entregado el espíritu”, el aliento vital; cuelga con sus pequeños pies calzado y sus pequeñas manos desnudas, como Jesús en brazos de María en todas las Pietàs vivas del mundo. Caído, inerte, mudo. Talitha kum (“levántate, niña”), dijo Jesús en arameo, la lengua de Siria por entonces, a una niña muerta. Levántate, Aylán. ¿Pero cómo te levantarás, si nosotros no te levantamos?

 

En otra foto, yace en la playa boca abajo, mientras una pequeña ola lo acaricia suavemente, como si quisiera enjugar en su cara las últimas lágrimas de su trágico viaje. Como si el mar nos dijera: “Ahí tenéis al niño, nacido del agua, ahogado en el agua. Nadie lo ha salvado como al pequeño Moisés, el liberador. Os lo devuelvo para que vuestra conciencia despierte. ¿Cómo habéis convertido estas aguas en un mar de lágrimas de niños, de madres, de hombres desesperados?”.

 

Aylán, varado en la orilla del mar, de la vida, de la historia humana, es una imagen sobrecogedora de nuestra humanidad varada. Es testigo del naufragio de nuestra civilización, con sus imperios de ayer y de hoy, con sus anacrónicos Estados parapetados en fronteras, todas ellas artificiales, con sus Naciones Unidas sujetas al derecho de veto de los más poderosos, con su economía especulativa, asesina, destinada al beneficio de unos pocos, con su política sometida a los poderes financieros. Y con sus grandes religiones ancladas en la posesión y en la difusión de la verdad absoluta, empeñadas en la conquista espiritual (o incluso militar, ¡qué horror!) del planeta. Esta humanidad naufraga. O la salvamos entre todos o todos nos hundiremos.

 


Aylán es un trágico retrato del desajuste del mundo en que vivimos, uno de cuyos focos más dramáticos es el Medio Oriente, con su feroz guerra civil entre sunnitas y chiítas, con su increíble fanatismo, con sus brutales dictaduras, con su desalmado Estado Islámico enemigo del Islam y de la paz, de la humanidad. ¿Cómo es posible que tantos musulmanes, árabes o no, lo apoyen o consientan o callen? Pero Occidente no es inocente. ¿Quién se repartió el Oriente Medio después de la I Guerra Mundial hace cien años? ¿Quién ha hecho fracasar, desde entonces, desde Irán hasta Egipto, las frágiles democracias laicas nacientes? ¿Quién apoyó las dictaduras más crueles de esos países? ¿Quién se apoderó de sus inmensos pozos petrolíferos? ¿Quién ha humillado y maltratado a sus hermanos, nuestros hermanos palestinos, ignorando cínicamente los mandatos de las Naciones Unidas? ¿Quién impulsó el nacimiento y financió el desarrollo primero de Al Qaeda y luego del Estado Islámico hasta que se les fueron de las manos? Otro mundo, otra Europa es necesaria.

 

Aylán nos pone a cada uno en nuestro lugar y ante nuestra responsabilidad. Pregonamos la ciudadanía universal. Presumimos de Derechos Humanos, y no sin razón: es lo mejor que han dado al mundo Europa y Occidente, con la oposición, por cierto, de la Iglesia católica en no pocos de sus artículos, las cosas como son. Pero no nos engañemos. El primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reza: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Desde el fondo de su profético silencio mortal, Aylán nos grita: “Europa, no mentirás. Europa, no cierres tus puertas. Iglesia católica, deja tus obsesiones doctrinales y morales, vuelve a la parábola del Buen Samaritano”.

 

Aylán significa “halo de luz” en turco, y “roble” en hebreo, lengua pariente del arameo (o siríaco) y del árabe. No sé, ni me importa, cuál es el origen concreto del nombre. Aylán es un icono de luz, una semilla de vida más fuerte que el roble. Y germina, revive y brilla en los movimientos sociales de acogida de inmigrantes, testigos benditos de la esperanza.

 

 

Laudato Si'

 

José Arregi

1 de julio de 2015

 

Primavera de 1225 en Asís. Francisco tiene 44 años, todo el cuerpo doliente, los ojos casi ciegos. La fraternidad pobre e itinerante que había soñado 20 años atrás se está convirtiendo en Orden poderosa, instalada en el corazón de los burgos. Su sueño ha fracasado. Se siente solo. Y presiente la muerte, que llegará año y medio después. Pero ahí, en su extremo desaliento, dice sí, se diluye su última pizca de amargura. Ahora ya se siente libre de todo, y enteramente hermano de todos sus hermanos, de la hermana Clara que está a su lado, de la hermana madre tierra, del sol y del agua, del fuego y de la muerte. Y desde el fondo de su ser, por todos los poros de su cuerpo llagado, le brota la alabanza en el dialecto romance de su bella Umbría: Laudato si, alabado seas. Y con esas palabras como estribillo compone el “Cántico del hermano sol”, singular testimonio del italiano naciente. Y de su alma singular. Muere cantando como la alondra en el cielo de Asís.

 

Laudato si. Es el título de la primera encíclica del papa Francisco, la primera sobre la ecología en toda la historia, y sorprendentemente profética. Evangelio luminoso para hoy en paradigma ecológico. Reconoce al Poverello de Asís como modelo, y apostaría a que las líneas maestras y las mejores páginas, numerosas, son hechura… del hermano Leonardo Boff, un hijo de San Francisco al que Juan Pablo II hizo callar. El Espíritu no calla ni deja de soplar.

 

El Espíritu nos abre los ojos para que viendo veamos. ¿Qué vemos? El panorama es desolador: sobrecalentamiento del planeta, cambio climático, contaminación masiva, sobreproducción de basura, cultura del descarte, pérdida de la biodiversidad, conversión del maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos, inminente carencia de agua potable para los más pobres, desaparición de culturas milenarias. Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos. La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería, mientras se desperdicia un tercio de los alimentos que se producen.

 

Si alguien observara desde afuera la sociedad planetaria, se asombraría ante semejante comportamiento que a veces parece suicida. Y estas predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. (Todas estas frases, al igual que las que siguen, las tomo literalmente de la Encíclica, en otro orden y sin comillas).

 

¿Cuáles son las causas profundas de ese panorama desolador? Es la globalización del paradigma tecnocrático: la tecnología al servicio de los más poderosos y ricos. Es la especulación financiera. Son los intereses económicos de las corporaciones transnacionales.

 

Es el uso intensivo de los combustibles fósiles, petróleo y gas. Es la depredación de los recursos por una visión inmediatista de la economía. Es el sometimiento de la política a las finanzas. Y la idea de un crecimiento ilimitado, la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta.

 

La consecuencia, hela ahí: el clamor de la tierra y el clamor de los pobres, un clamor único que nos reclama otro rumbo. Nos hallamos en una grave encrucijada planetaria. ¿Podemos aún hacer algo? Podemos y debemos buscar un nuevo comienzo. Necesitamos una ecología integral. (Y aquí apunto mi única crítica al escrito papal: ¿es coherente con dicha ecología integral seguir considerando, como hace, al ser humano centro y corona de toda la creación, e ignorar el gravísimo problema de la superpoblación humana del planeta? Me parecen dos serias lagunas de esta por lo demás espléndida encíclica).

 

Necesitamos una nueva política que piense con visión amplia y no se deje someter a los poderes financieros. Y organismos internacionales y organizaciones civiles que presionen para que los gobiernos de turno no se vendan a intereses espurios, locales o internacionales. Una verdadera autoridad política mundial.

 

Necesitamos una economía que subordine la propiedad privada al destino universal de los bienes. Un modelo circular de producción que reemplace la utilización de combustibles fósiles por fuentes de energía renovable, y asegure recursos para todos y para las generaciones futuras, pues la tierra que recibimos pertenece también a los que vendrán. Un crecimiento sostenible para todos, que exige decrecimiento en algunas partes del mundo, pues el actual nivel de consumo de los países y de las clases más ricas es insostenible para todos. Y no olvidar que los países más ricos tienen una gravísima deuda ecológica con los países más pobres.

 

Necesitamos un nuevo estilo de vida más sobria, capaz de gozar con poco. Una ética ecológica fundada en el reconocimiento de que todas las criaturas están conectadas, y cada una debe ser valorada con afecto y admiración. Todos los seres nos necesitamos unos a otros, los seres humanos y también los hongos, las algas, los gusanos, los insectos, los reptiles y la innumerable variedad de microorganismos.

 

Necesitamos una espiritualidad que descubra la mística en una hoja, en un camino, en el rocío, en el rostro del pobre, que mire el suelo, el agua, las montañas como caricia de Dios (o de la Vida o del Misterio que Es).

 

¿Será todo esto algo más que palabras, sueños y buenos deseos? De nosotros depende. Haz como Francisco de Asís. Basta un hombre bueno para que haya esperanza, dice el papa Francisco. La injusticia no es invencible. El amor mueve el sol y
las estrellas. El amor puede más. Que nuestras luchas y preocupaciones por este planeta
no nos quiten el gozo de la esperanza. Caminemos cantando.



Concejales y alcaldesas

 

José Arregi

17 de junio de 2015

 

No me importa de qué partidos sois, y ojalá que tampoco os importe a vosotros en vuestra práctica de gobierno. No quisimos escoger –aunque el sistema nos obligó a hacerlo– una papeleta con una lista entera, cerrada, elaborada no sabemos dónde ni por quién. No quisimos escoger militantes de un partido, sino hombres y mujeres del pueblo, gente de la calle, vecinos y vecinas de barrio.

 

Os elegimos como pudimos, pero ahí estáis, concejales y concejalas de nuestros pueblos y ciudades. A pesar de todo, y de nosotros mismos, representáis lo más generoso y lo mejor de la política: el compromiso a favor de los ciudadanos, no de los partidos convertidos en fin. Representáis la política a pie de calle, al servicio de la gente. Ojalá en vuestra labor seáis libres de las altas directivas, aun cuando en muchos casos sean ellas las que os han designado. Ojalá hagáis caso omiso de las encuestas de voto, y os mantengáis ajenas, ajenos a los turbios engranajes del poder. Ojalá practiquéis una política digna de ese nombre: una política humana, con alma y sensibilidad, con espíritu y entrañas, con inteligencia y compasión, que no son dos cosas, sino una y la misma.

 

Sois sin duda la abrumadora mayoría de los políticos, si podemos llamaros así. En la gran mayoría de los casos, hacéis política sin pertenecer a la clase política, sin someteros a sus servidumbres y sin enzarzaros en sus querellas sin fin. A pesar de ello –justamente por ello, habría que decir más bien–, no ocupáis las primeras planas ni los titulares de los grandes medios, a no ser allí donde los grandes partidos y los medios poderosos os utilizan para sus propios intereses, que no son los nuestros, tampoco los vuestros. ¿Pero de qué nos hablan entonces las primeras planas y los titulares? ¿Y a quién sirven los que hicieron de la política su oficio?

 

No hagáis de la política vuestro oficio, cuanto menos medio de ascenso y de lucro personal. Seguid siendo lo que sois, lo que vuestro nombre indica. “Concejal” viene del latín concilium, que en su origen significaba una asamblea ciudadana encargada de administrar los asuntos de todos. Tiene, como veis, la misma raíz que “conciliar” y “reconciliar”. ¡Cuánto nos enseñan las palabras, si dejamos que nos hablen con su intención originaria, la que tuvieron antes de que las hayamos prostituido y manipulado, como sucede tanto en los foros políticos, que así corrompen a la vez el lenguaje y la política. Os llamáis también “ediles”, que viene del latín aedes, “casa”. Así se llamaban en la antigua Roma los encargados de cuidar los templos y las casas públicas. Pues eso: cuidad de nuestras casas, cuidad de nuestra casa común, y de que todos tengan una casa. Cuidad de hacer de nuestros pueblos y ciudades templos llenos de aliento vital, de calma y bienestar para todos.

 

Ateneos a vuestro nombre, a vuestro ser verdadero. Sed conciliadores allí donde haya divergencias, que siempre las habrá. Sed reconciliadores allí donde haya conflictos, que serán inevitables. No obedezcáis a las consignas de las cúpulas, no sirváis a los intereses de los grandes. No caigáis en la tentación de la política como profesión y como carrera, que sabemos a dónde conduce, ante quién acaba postrándose, a quién acaba sirviendo, cómo acaban ignorándonos y despreciándonos a la inmensa mayoría.

 

A vosotros, alcaldes y alcaldesas recién nombradas, os damos la enhorabuena y os expresamos nuestra gratitud, sobre todo a quienes vais a regir los municipios más pequeños, ignorados de todos, y a quienes, gobernando las grandes ciudades, vais a rebajaros el sueldo. También vosotras, vosotros, atended a la palabra, al nombre que lleváis. “Alcalde”, como sabéis, viene del árabe alqadí: juez. Juez es el que hace justicia. Haced justicia en todo aquello que esté en vuestra mano. ¿Que es poco lo que podéis? ¿Que no os queda sino administrar las migajas según unas leyes que otros os imponen? Aunque así fuera, sed fieles en eso poco y todo será distinto. Ya hemos visto a una alcaldesa impedir el primer desahucio. No miréis a las cúpulas que os nombraron para la lista, sino a los ciudadanos que os eligieron para su servicio. No miréis arriba, mirad abajo, a los de más abajo. Sed justos y haced justicia.

 

¿Qué es justicia? Es que todos –¡todos!– tengan una casa y vivan con dignidad. Que todos coman. Que nadie robe y tenga demasiado. Que nadie deba rebuscar de noche en el contenedor de la basura. Que los derechos humanos no dependan del color de la piel ni de unos papeles ni de unas fronteras, siembre impuestas a la fuerza. La justicia requiere resistir a los dictados de los grandes poderes, a los que tan sometidos están los grandes partidos. Justicia es el máximo bien común posible, el máximo estado de paz o bienestar posible de todos los seres.

 

No habrá justicia sin paz ni paz sin justicia. No habrá justicia y paz si no creéis que puede haberlas en este mundo en peligro. Pero solo las habrá empezando desde abajo, y aportando cada día un granito.


¿Y a Dios quién lo creó?

 

José Arregi

3 de junio de 2015

 

 

Hace poco todavía, padres y educadores enseñaban a los niños que “el mundo ha sido creado por Dios”. Sucedía a menudo que un niño o una niña preguntaba entonces: “¿Y a Dios quién lo creó?”. “A Dios no lo ha creado nadie –respondía el adulto –. Dios es eterno”. Es posible que el niño quedara entonces callado, pero ¿quedaba satisfecho el interés de su pregunta? Seguro que no. Apostaría que tampoco el adulto quedaba tranquilo con lo dicho, por mucha seguridad que fingiera.

 

Con un poco más de malicia, el niño o la niña hubiera podido seguir interrogando: “Si existe un Dios no creado por nadie, ¿por qué no podría existir un mundo no creado por nadie, un mundo infinito y eterno, como Dios?”. Ahí el adulto se las vería y desearía para responder. Los niños carecen de respuestas a sus numerosas preguntas, pero si nuestras respuestas no les valen, es que tampoco nos valen a nosotros.

 

Seamos honestos con el niño que somos, y con las preguntas que llevamos, más sabias que las respuestas que fabricamos tan afanosamente. Preguntemos, como los niños: “¿Quién creó al ‘Dios creador’?”. No es una cuestión tan insensata como puede parecer. Hoy conocemos justamente la respuesta, si bien ésta no resuelve el enigma de la Realidad, sino que más bien lo ahonda. Sí, sabemos con bastante exactitud cuándo nacieron los “dioses” en plural (politeísmo) y “Dios” en singular (monoteísmo). Y sabemos quién los hizo.

 

Los primeros panteones divinos fueron imaginados y esculpidos, descritos y venerados en Mesopotamia (actual Irak) hace 5000 años. Y la figura del “Dios único” fue concebida y adorada en Persia (actual Irán) hace 3000 años por el admirable profeta, filósofo y maestro ético Zoroastro. Se llamaba Ahura Mazda, el Señor Sabio, y con ese nombre es adorado hoy todavía, y el fuego es su imagen.

 

Quinientos años más tarde, una divinidad particular hebrea llamada Yahveh revistió –“Dios” también evoluciona– esa figura de divinidad única que hemos heredado los cristianos y también los musulmanes: un “Dios” creador que elige y rechaza, que se revela y oculta, que perdona y castiga, que salva en el cielo y condena al infierno. (Abrahán no cuenta, pues, aparte de que su historicidad se pierde en una espesa nebulosa, los relatos bíblicos que se refieren a él y al supuesto culto que profesaba a una única divinidad –sin negar, por cierto, que existieran otras– fueron escritos más de mil años. Tampoco cuenta el faraón egipcio Amenofis IV, llamado Akenatón, 500 años antes de Zoroastro, pues su intento político de imponer el monoteísmo no fue aceptado ni secundado).

 

Ésa es, pues, 14 líneas, la historia del “dios creado” en los últimos cinco mil años. ¿Dios creado? Sin duda. Y que nadie se escandalice, pues todos los grandes teólogos de todas las religiones así lo han enseñado durante estos milenios. Todo lo que pensamos e imaginamos como Dios no es más que “dios”: constructo cultural humano. Pero las preguntas no se agotan. ¿Y si “Dios” no fuera más que un nombre –un simple nombre común, creado– de la Creatividad increada, una torpe manera de decir el Infinito o el Misterio Innombrable, el Aliento o el Espíritu que crea y mueve todo, el Ser y el poder ser de cuanto es, el Presente o el Silencio, la Fuerza y la Mansedumbre, el Poder y la Ternura, el poder de la ternura?

 

¿Y este mundo que vemos? Los niños de hoy, en cuanto empiezan a formular preguntas, aprenden que este mundo surgió delBig Bang, y me parece muy bien. Es necesario que lo sepan, pues está (prácticamente) demostrado, y los ecos de aquella formidable explosión –primera o enésima, nadie lo sabe– son todavía perceptibles. Lo que me extrañaría sería que con esa explicación, tan útil y necesaria, los niños y los jóvenes de hoy se quedaran satisfechos del todo; que con la teoría del Big Bang, tan genial y bella, se agotaran las preguntas. Cuando se agotan las preguntas se pierde el camino de la sabiduría. En cuanto a las respuestas, solo son buenas aquellas que suscitan nuevas preguntas.

 

Con el Big Bang no se agotan las preguntas. Por ejemplo: ¿Por qué se produjo el Big Bang que dio lugar a nuestro mundo? ¿Qué había cuando aún no había antes y después, aquí o allá, espacio y tiempo? Son preguntas apasionantes, pero no busques en “Dios” la respuesta a ésas ni a ninguna otra pregunta. Un “Dios” que sirviera para responder a alguna pregunta será siempre creación nuestra, como las esculturas de Nippur. En cuanto nombrado y representado, “Dios”, todo “dios” es un “dios” creado por los seres humanos: por su ADN y sus neuronas, su pensamiento y su imaginación, sus miedos y deseos, por lo mejor y lo peor de este pobre y admirable ser humano que somos. Todo “dios” dicho e imaginado, el “dios” de todos los “textos sagrados”, de todos los dogmas, de todas las liturgias, es una criatura humana, al igual que la danza o la música, la pintura o el poema. Solo valen si inspiran. Solo valen si nos arrebatan al más allá sin más allá, a lo Indecible en la palabra, a lo inimaginable en la imagen.

 

No busques en Dios ninguna respuesta a ningún cómo y por qué. Mira el mundo. Escucha el eco del Big Bang en las galaxias y en los bosones. Escucha ese pájaro. Mira cómo crecen el trigo y el pan. Mira esa pareja, la ternura creciendo en sus ojos y en sus manos. El mundo existe. La Vida existe. La belleza y la Ternura existen. He ahí Dios, el Aliento increado creándose sin cesar en todo, también en nosotros, para que la bondad sea más fuerte.

 

Cuando alguien se abre como un niño a todas las grandes preguntas y no pretende poseer ninguna respuesta, pero guarda su alma en paz y en paz se dedica a aliviar el dolor de su prójimo y a curar las heridas del mundo, entonces hace presente y visible a Dios en el mundo. No el “dios” de nuestras imágenes y palabras, sino el Misterio que es en todo, más allá de toda filosofía y de toda religión. El Misterio creador, restaurador, consolador en el que vivimos, nos movemos y somos. Y que hacemos ser. Pues el respiro solo existe cuando los seres respiran.


 

Amor Homosexual

 

Jose Arregi

20 de mayo de 2015

 

 

"Soy homosexual y me siento hijo amado de Dios por lo que soy. Vivo con alegría y en fidelidad a mi compañero. Estos años de convivencia han sido de mucha gracia y bendición para los dos. Sentimos que hemos crecido en conciencia y en espíritu como pareja y como personas. Amamos a Jesús, porque da sentido a nuestra vida de pareja.

 

Nuestra historia personal de cada uno lleva la huella indeleble de la tradición católica. Ambos aprendimos en la Iglesia a amar a Dios, aprendimos a leer el evangelio, aprendimos a amarnos. Esto no se puede negar. Pero no ha sido fácil construirnos como personas en el contexto de una Iglesia y de una sociedad católico-romana homofóbica, excluyente y en muchos casos homicida. La institución católico-romana maltrata sobremanera a las personas que somos diferentes, como es el caso de la población diversa en su género y en su sexualidad.

 

A estas alturas de nuestra vida, después de 16 años juntos, sentimos que la Iglesia va quedando atrás en nuestro caminar espiritual y de pareja. Un sano y liberador ejercicio de la fe nos exige una posición clara y radical frente a una estructura jerárquica que vive de la doble moral, que nos condena y nos excluye".

 

Amiga, amigo lector: los párrafos que preceden son transcripción literal de un mail que recibí hace unos días de una bella ciudad colombiana donde siempre es primavera. No conozco personalmente a la pareja, pero desde Arroa Behea, en esta mañana lluviosa y verde, primaveral, los bendigo con toda mi alma.

 

¡Gracias por ser lo que sois y por vivir vuestro amor de acuerdo a lo que sois! Sois bendición para la humanidad y para toda la tierra, como esta lluvia mansa. Perdón, amigos, por todas las culturas, ciencias y regímenes, religiosos o no, que os han humillado, encarcelado y hasta abrasado en la hoguera. Perdón en especial por las religiones que os han deshonrado, ofendido y castigado, siempre en nombre de la verdad revelada, conocida y controlada en exclusiva, eso sí, por su casta dirigente. Empuñan la verdad como un arma, un pretexto, un instrumento de dominio. Es una trágica negación de la verdad de la vida que empapa y ensancha como la lluvia, que fecunda y reinventa la vida como la primavera.

 

Perdón sobre todo por la Iglesia de Jesús que os ha condenado y aún os condena, a veces con aparente piedad, falsa piedad. Perdón por algún cardenal de este país que, en contra de la Organización Mundial de la Salud, sigue afirmando que la homosexualidad es una enfermedad como su hipertensión o la diabetes; y por algún obispo que se jacta de saber cómo “trataros” e incluso de haberos curado en algún caso. ¡Increíble! Perdón por el Catecismo de la Iglesia Católica que afirma que el amor homosexual es intrínsecamente antinatural y desordenado, que ser homosexual en sí no es pecado pero sí lo es vivir como tal. Ofende a la naturaleza, a la Creación, a la creatividad sagrada que llamamos Dios. Y lo hace en nombre de la Biblia. Pero apenas se cuentan en toda la Biblia dos textos que condenan la práctica homosexual, y son de muy dudosa interpretación: Levítico 18,22 y Romanos 1,26-27. Aunque fueran dos mil. ¿Acaso el mismo libro del Levítico no prohíbe comer cerdo y mariscos, y ordena cosas más absurdas aún? ¿Acaso no enseña Pablo en la misma carta a los Romanos (cap. 13) que siempre debemos someternos y obedecer a las autoridades, también a los dictadores?

 

Comprendo muy bien que uno de vosotros apostatara de la Iglesia Católico-Romana hace 10 años, y que el otro lo haya hecho recientemente, después de haber “reflexionado con madurez e independencia” y haciendo constar expresamente: “no renuncio a la fe cristiana sino a una institución eclesiástica”. Por dignidad, por amor a la Iglesia, por seguir a Jesús. No solo os comprendo, sino que os felicito. Creo que Jesús haría hoy lo mismo.


En cualquier caso, Jesús estaría con vosotros. Está con vosotros. Vuestro amor es sacramento del Amor. Jesús os bendice. La Primavera os bendice.


Herejías

 

Jose Arregi

5 de mayo de 2015

 

A un franciscano ya mayor con quien tuve la suerte de convivir durante años, y de bromear y debatir a menudo, le escuché: “De toda la historia de la Iglesia, solo me interesan los herejes. Solo ellos han aportado algo verdadero”. Y vaya si el buen fraile, ilustrado y locuaz, sabe de historia. Lo que no superaría es un examen de ortodoxia, por laxo que fuera el examinador. Pero en servicialidad fraterna, ahí se lleva la palma.

 

¿Y de qué se trata sino de eso en la vida franciscana? ¿Y a qué nos invita sino a eso el Evangelio de Jesús, él que puso como modelo al samaritano hereje y compasivo, frente al sacerdote servidor del templo, juez de la ley y guardián de la doctrina, para los que la pureza y la verdad son más importantes que el socorro del herido?

 

En las religiones tradicionales, sobre todo monoteístas, y en el cristianismo católico más que en ninguna otra, ha predominado una errónea preocupación por la verdad. Y ahí se corrompe todo. Nada más peligroso que la pretensión de poseer la verdad y el bien, de creerse nombrados por “Dios” para ser sus garantes en la historia. No hay persecución, cruzada, inquisición, tortura ni hoguera que no se haya justificado en nombre de la verdad y del bien.

 

Sin embargo, no quisiera incurrir en contraposiciones simplistas: dogma contra vida, creencias contra praxis, verdad contra bondad. Ni quisiera descalificar sin más el dogma, la creencia o la convicción de la verdad. Un dogma puede inspirar la vida, una creencia puede animar una buena praxis, la convicción de una verdad puede apoyar la bondad. ¡Benditos sean entonces el dogma, la creencia, la convicción verdad! Pero solo en cuanto fomentan vida buena, praxis bondadosa, bondad feliz. He ahí el criterio del evangelio en cualquier página que se abra. Ninguna creencia es mala de por sí, pero solo es buena si ayuda a una vida solidaria y feliz.

 

Pues bien, ese mismo es el criterio de la “herejía”. Por eso mismo, tampoco querría hacer sin más el elogio de la herejía o del hereje. La herejía es tan ambigua y parcial como lo que llamamos verdad. Y solo será liberadora en la medida en que no se impone como nuevo dogma, es tolerante, humilde y desapegada, esté en fin inspirada por la bondad, por la entraña compasiva del buen samaritano hereje: Vio al herido y se compadeció, se compadeció y se acercó, se acercó y lo atendió, y siguió feliz su camino tomándolo a su cargo.

 

Sin embargo, con toda su ambigüedad, la herejía es indispensable. Todo orden necesita subversión para seguir fomentando nueva vida. Toda afirmación –incluso esta misma– necesita negación para seguir hablando, escuchando, entendiéndonos más a fondo. Toda verdad necesita contradicción para avanzar a la luz y a la sombra del misterio salvador. Todo dogma necesita herejías para seguir inspirando la liberación y la vida, más allá de los límites del pensamiento. ¿Qué sería una Iglesia sin mucho más pluralismo, sin mucha mayor libertad de expresión y de enseñanza en su seno que la que reina, por ejemplo, en los partidos políticos? No sería Iglesia de Jesús. Pero así es la Iglesia que vemos: una institución donde un estamento clerical se ha hecho dueño de la verdad que llaman divina. Solo es su verdad.

 

Avancemos. La herejía no solo es sana y necesaria. Es también inevitable, como escribió Rahner. Quien se tome a la letra el dogma de la Trinidad no tiene alternativa: o niega la unidad o niega la trinidad, “herejías” ambas. Y así con todos los dogmas, que son construcciones mentales, radicalmente limitadas, como todos nuestros esquemas y lenguajes, por mucho que se consideren doctrina revelada. Toda “revelación divina” viene del fondo de la experiencia humana individual y colectiva con su límite, su ambigüedad, su provisionalidad radical. La “revelación” es el misterio indecible al que apunta lo dicho en el texto “sagrado” o en la fórmula dogmática. Y solo aquel que se atreve a transcender lo dicho en la palabra se abre a la revelación del misterio indecible más allá de la palabra.

 

Así pues, todo dogma y todo texto que se presenta como “revelado” nos sitúa ante una elección: quedarnos en lo dicho o abrirnos más allá. “Herejía” significa justamente “elección”, y nadie está libre de elegir. La “herejía”, la elección es un imperativo. Solo quien elige ir más allá de la doctrina se abre al misterio y, en último término, a la misericordia fraterna, a la projimidad compasiva. La “herejía” es hoy más imperativo que nunca, invadidos como estamos por la información, la opinión, la palabra. Amigo, amiga: escoge la palabra que más te inspira, y transciéndela, déjate llevar por su impulso hacia el misterio y la misericordia.

 

No hay peor elección que identificar la revelación o el misterio con la fórmula dogmática con su significado concreto, limitado por la palabra, la historia, la cultura. Y no hay peor elección que la pretensión de estar en posesión de la verdad. Quienes se creen investidos de poder divino para definir la verdad y el error no son neutros, también eligen, se eligen a sí mismos. Solo que a su elección, su opinión, la llaman divina, y en esa ceguera está el peligro. Mala elección. La peor herejía. Lo grave no es errar, sino creerse infalible.

 

Evoco con emoción la memoria de todos y de todas las herejes de cualquier religión, iglesia, patria y partido. La memoria de los “paganos” condenados por la Iglesia solo por seguir otra religión o no seguir ninguna. La memoria de los cristianos y cristianas silenciadas, condenadas, apresadas, desterradas, quemadas vivas en nombre de la verdad. Amarga historia de la Iglesia, llena de lágrimas. Vosotros, innumerables, perdonadnos en nombre de Jesús, el hereje. Y rogad por nosotros, seguid inspirándonos, caminad con nosotros.

 

 

Política y espiritualidad

 

Jose Arregi

21 de abril de 2015

 

Con tantas elecciones a la vista y la atención en las encuestas y en el reparto del poder, reivindicar la espiritualidad en la política puede parecer pura ingenuidad o floritura de evasión. Pero lo haré. Es un grave error pensar que la espiritualidad atañe a la vida privada y que la política se encarga de la vida pública. La espiritualidad –la luz en los ojos, la paz en el corazón, el respiro en el pecho– de las personas y de las comunidades transforma la vida pública.

 

La política –la calidad del trabajo y del salario, el sistema sanitario o educativo, el cuidado de la naturaleza, la vivienda en que vivimos…– nos configura en lo más íntimo de nuestra vida privada. La política –la grande y la pequeña, ambas inseparables– es el cuidado del bien común de la humanidad, empezando por los últimos, y de todos los seres empezando por los más amenazados. ¿Pero cómo cuidaremos y salvaremos la vida si la política carece de espiritualidad o de alma?

 

Digo espiritualidad, no religión. De ningún modo querría sugerir, como hemos oído tantas veces a recientes papas y obispos cercanos, que los males actuales de la política se deben a que nuestra sociedad y nuestros representantes han dejado de creer en “Dios” o abandonado la práctica de la religión o desertado la doctrina y las normas morales de la Iglesia católica. El Espíritu no está vinculado a la religión. Lo mismo puede haber una espiritualidad religiosa que una espiritualidad sin religión o una espiritualidad contra la religión. Nada, nadie, tiene el monopolio del Espíritu que habita y alienta, aletea y vibra en el corazón de todos los seres.

 

Lo que no puede haber es una política verdadera sin espiritualidad. Claro que lo mismo vale a la inversa: no puede haber una verdadera espiritualidad que, de una u otra manera, no se traduzca en praxis política, con la ambigüedad y riesgos que le son inherentes. La “espiritualidad pura” no existe. No existe el espíritu sin carne común de mundo y de acción social estructurada. No puede haber una espiritualidad apolítica. Sería una ilusión alienante. Así es, pero aquí insistiré en el otro polo, inseparable e imprescindible: una política sin espiritualidad carece de alma y lleva a la muerte. Lo sabemos, mejor, lo padecemos de sobra. Abre los ojos y mira.

 

Espiritualidad es mirar, sentir, vivir en sintonía con el misterio, el fondo, el espíritu que todo lo mueve desde la bondad del ser hacia la bondad de la vida. Ponlo si quieres con mayúscula: Espíritu. Y ponle los nombres que quieras: aire, aliento, dynamis, energía, prana, Qi, musubi, mana, pu-am, nyama… Emana de los bosques y de las nubes, de los átomos y de las estrellas, del fondo de todas las criaturas. Es la fuerza creadora, inteligente, del bien, de la bondad. Es el silencio que todo lo revela. Es atención y conciencia. Es gratitud y asombro. Es piedad y compasión. Es reverencia, respeto, cuidado. Es Lo que Es en todo. Es Dios. Y tú también eres eso. ¿Y qué sería la política sin esa mirada y miramiento al misterio de todo? ¿A dónde nos conduciría una política sin espíritu, desalmada? ¿A dónde nos ha conducido? Todos somos responsables y algunos, los políticos, lo son mucho más, pues nos representan y dirigen.

 

Mientras vamos descubriendo cada día con estupor nuevos fraudes y robos de quienes han dirigido la pequeña y la gran política, mientras cada día aguantamos las mentiras de los grandes medios sobre, por ejemplo, Oriente Medio y Venezuela, mientras siguen ahogándose centenares de inmigrantes africanos y en cada uno de ellos se nos ahoga el aliento vital común, mientras el gran capital y el FMI –en cuya presidencia se han sentado proxenetas y defraudadores– se empeñan en convencernos de que ya estamos saliendo de la crisis con la misma receta que la provocó –que los pobres sean cada vez más numerosos y más pobres, para que los ricos sean cada vez menos numerosos pero más ricos–, mientras todo eso sucede y para que no suceda, es urgente que los políticos se dejen inspirar por el Alma de Todo. Y es urgente creer profundamente que sí se puede, porque el Espíritu es nuestro ser verdadero, que nos hace respirar, esperar, vivir. En El/Ella todos los seres somos uno.